Foto: © El cultural,  Marzena Diakun (centro) junto a la Orquesta de la Comunidad de Madrid

El concierto inaugural de la ORCAM fue una celebración de la mujer música protagonizada por su nueva directora, Marzena Diakun, la compositora Marisa Machado, las solistas vocales y la concertino.

Siguiendo el camino que abrió hace unos años la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia nombrando directora titular a Virginia Martínez, la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid ha estrenado la titularidad de la maestra polaca Marzena Diakun. Sustituye a Víctor Pablo Pérez, un gran formador de orquestas que antes de dirigir la ORCAM había puesto en la primera fila, sucesivamente, a las sinfónicas de Asturias, Tenerife y Galicia. Diakun necesitará tiempo para moldear a su gusto el sonido de la ORCAM.

El concierto inaugural fue una celebración de la mujer música: la directora de orquesta, las dos solistas vocales —las sopranos Celia Alcedo y Berna Perles— y la concertino Anne-Marie North, con el liderazgo de la gerente de la orquesta, Raquel Rivera, y el protagonismo de la compositora Marisa Manchado. El programa incluía el estreno absoluto de su obra El árbol rosa, encargo de la Fundación SGAE y la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas. Que sea noticia esta conjunción de mujeres en puestos de alta responsabilidad musical nos indica lo lejos que estamos todavía de la normalidad en los gremios de composición y, sobre todo, dirección de orquesta, y la cantidad de talento que nuestra vida musical sigue desaprovechando.

La nueva obra de Marisa Manchado parte de dos cuentos de Emilia Pardo Bazán, otro astro de esa conjunción. El primero es El pozo de la vida, que puede ser también el de la muerte, según quién beba de él. Su agua le supo a gloria a Alí, el califa venerado por los chiíes, y le pareció amarga a Aixa la ilustre, su rival, viuda del profeta y mujer extraordinaria.

Como es frecuente en Emilia Pardo Bazán, el relato va al grano, sin fárragos, aunque se ve interrumpido de vez en cuando por miradas a los colores circundantes. Aquí doña Emilia se deja fascinar un rato por la risa de las aguadoras, su derramar de agua, las franjas de sus túnicas mojadas y el color de sus cuellos, senos, brazos, ojos, dientes y labios. También dedica un párrafo a los colores del desierto, los del día y los de la noche. Marisa Manchado no sigue a Pardo en estas excursiones cromáticas. Se atiene al esqueleto del relato que, sin embargo, no nos suena esquelético, porque está preparado, subrayado o comentado por una música sencilla y eficaz, que no necesita revestirse de énfasis dramático porque, como siempre en Manchado, es en sí misma relato.

La soprano nos cuenta telegráficamente el cuento con melodías angulosas, en dientes de sierra, mientras el coro y la orquesta lo sitúan emocionalmente. Así como la soprano nos había hecho gustar el dulzor del agua del pozo mediante una sencilla maniobra de frenado del canto, el coro nos hace aborrecer mediante acordes desabridos la amargura de esa misma agua. El coro es también el que aporta la solución en forma de coral homófono: el agua no es amarga ni dulce. El sabor —y con él, la virtud de traer la vida o la muerte— lo aporta el paladar de quien la bebe.

El segundo cuento de este díptico, El árbol rosa, lo cuenta Marisa Manchado casi sin palabras. Al espectador le llegan únicamente tres especies sonoras. Primero, la soprano recita sin cantar la esencia del cuento: una pareja, que se ha enamorado a primera vista, se cita a diario ante un árbol rosa del madrileño parque del Retiro. Hasta ahí, la palabra. Luego, la orquesta silba un piropo y, finalmente, suena una música ominosa, violenta y extrañamente ceremonial cuyo texto no se distingue bien. Todo junto no dura más de tres minutos. El cuento de Pardo Bazán está también, a su modo, hueco. No tiene apenas asunto, salvo la oscura inquietud que siente la chica ante los avances de su novio, que ella logra contener, y el peligro que ese ímpetu representa para ella. Es un cuento de apenas dos o tres emociones sucesivas (el enamoramiento, el miedo, el abandono) con mucho mar de fondo. Marisa Manchado encuentra certeramente su esencia y la hace sonar con eficacia, igual que hizo antes con las aguas del pozo.

Brilló Celia Alcedo, igual que, después, Berna Perles en un Debussy joven, de cuando el Premio de Roma, y poco programado: La doncella elegida, que es una delicada estampa celestial, como una de esas glorias que situaban antes los pintores encima del santo, pero más profana que devota, con carnosidad lánguida y prerrafaelita y con la espera y el desamor como asunto. Diakun pintó matices en esta bonita escena. El concierto terminó con una sólida Novena de Dvořák en la que la directora también dejó impresas algunas muestras de su pensamiento musical.

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